Un Día A La Vez
Cuentos Cortos

Un Día A La Vez

Él, como siempre, entra a la misma hora al café. Se toca su boina en amago de saludar a la mesera, todo el restaurante estaba lleno, pero por suerte para él su mesa favorita estaba vacía, apoya su bastón, se quita su boina y la coloca en el espaldar de la silla.

La mesera lo saluda, se le hizo extraño que estuviera solo, en 7 años era una rutina que el señor Adalberto y la señora Eloina llegarán todas las tardes a las 5:45 PM a merendar, entran tomados de la mano, buscan la mesa para dos que está justo frente a la puerta, él mueve la silla para que ella se siente, siempre piden un café de jarrito cortado y cuatro medias lunas. Hablan con mucha soltura y siempre sonríen, parece como si le contará un chiste nuevo cada vez.

Su rutina no había cambiado ni siquiera en plena pandemia, pedían todo para llevar y se sentaban juntos en la plaza de enfrente a merendar, solo faltaban cuando iban a visitar a sus hijos.

Luisa, la mesera, los veía de lejos y sonreía, era hermoso ver tanto amor en dos personas tan grandes, era algo que la hacía soñar, le daba esperanza en que el amor verdadero si existía y la hacía desear algo muy parecido para ella misma.

Adalberto y Eloisa tenían dos días que no visitaban el café como de costumbre, Luisa pensó que habían viajado a Mar de Plata con su hijo Roberto a pasar unos días, cada cierto tiempo lo hacían.

Pasaron muchos años desde que sus tres hijos se habían casado y mudado de casa, Roberto el mayor se casó y tenía dos niños: Tomas de nueve, y Sofía de tres, y se mudaron a Mar de Plata. Sol, la del medio, se fue a estudiar su maestría a España y Rodrigo, el más pequeño, vivía en Buenos Aires, pero se había mudado con unos amigos a La Plata.

Luisa se acercó:

–¿Lo de siempre? –

– No, hoy quiero un café con leche grande, pero con un alfajor. –

En la mesa de al lado llamaron a la mesera para pedir otro exprimido de naranja, el restaurante estaba lleno y la mesera no pudo llegar a preguntar por la señora Eloisa-Seguro se quedó con su hijo en casa-, y fue por el exprimido de naranja para la otra mesa, mientras llevaba los menús a unos nuevos clientes que entraban. Resoplaba por el cansancio, era un día muy ocupado.

Le trajo su café y su alfajor, él lo comió, muy lentamente, y con la mirada perdida. No se dio cuenta del bullicio que había en el restaurante, su mente se fue a esos días donde venía con Eloisa y sonrió, la extrañaba mucho.

Él pensaba en todas las cosas que habían cambiado en su vida en estos últimos cincuenta y cinco años. Conoció a Eloisa en una plaza donde ella y sus compañeros exponían su trabajo de la facultad para recolectar fondos para un salón nuevo de arte, estaba por terminar la carrera, a él le llamó la atención una pintura con un faro hermoso.

–¿Lo hiciste tú? –

—¡Si! – dijo muy orgullosa. –¿Te gusta? –

–¡Hermoso! —Respondió él.

Conversaron por horas, compró la pintura, quedaría bien en su nueva oficina. Él la ayudo a recoger todas sus cosas y la de sus compañeros, luego la acompañó a la Facultad para dejar el resto de las obras. Hablaron durante todo el camino, se dieron cuenta que tenían muchas cosas en común. A ambos le gustaba el arte, la naturaleza, los libros, los cafés, caminar, odiaban la berenjena, pero amaban el vino.

Se casaron al año, él trabajó por unos largos 30 años en el puerto como Asesor Aduanero, Eloisa trabajó como Profesora de Arte en la Facultad de Buenos Aires. Se casaron muy jóvenes, criaron a sus hijos, viajaban cada verano a Mar de Plata, les encantaba llevar a los niños al parque y a los museos. Buscaban siempre propiciar la curiosidad en ellos.

En sus veinte años de jubilación nunca se detuvieron, él estudió para ser radio-aficionado, y ella daba clases particulares de dibujo para niños y adultos. Siempre tenían un proyecto en mano: renovar su casa, visitar a los nietos, hacer algún curso juntos. Recibían amigos con vino y buena comida, visitaban museos, se sentaban por horas a charlar en la Plaza, eran dignos de admiración, se devoraban la vida con pasión.

Adalberto levantó la mano y llamó a la mesera con una sonrisa muy tierna, pidió lo mismo de siempre, pero para llevar.

Luisa sonrió, se imaginó para quien era ese café. Eso le confirmaba que Eloisa estaba en casa.

Ella trae la bolsa con su pedido y su café para llevar. El paga, sonríe, y se levanta muy lentamente, como si los años le pesaran hoy, mucho más que en días anteriores.

Se coloca su boina, toma su bastón, acerca la silla a la mesa y con la otra mano toma su pedido y sale lentamente del café.

Camina unos 50 metros, coloca su bastón en su antebrazo y abre la puerta, sube los 4 escalones que lo llevan al ascensor, marca el tercer piso. Sale del ascensor y abre la puerta de su departamento. Deja su boina y su bastón en la entrada, camina en dirección a la sala, en una biblioteca hay una caja negra. La empuja un poco, va a la cocina, toma un plato y lo coloca frente a la caja. Saca el alfajor y lo coloca en el plato, destapa el café y pregunta:

–¿Con una de azúcar? –

Lo remueve, se queda mirando fijamente, una lágrima rueda por su mejilla.

–!Lo único seguro en la vida… son los cambios! –

Del bolsillo del pantalón saca un pañuelo, seca con él sus lágrimas. Un suspiro profundo se le escapa, sentado en su mecedora enciende la TV.

El sonido del teléfono interrumpió su programa.

–Hola papá, ¿cómo te sientes hoy? –

—¡Hola Rodrigo, bien hijo, gracias por llamar. Aquí estoy, ¡viviendo… un día a la vez! –

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